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Memoria de un miliciano (2ª Edición)

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Descripción

PRÓLOGO de Juan M. Martínez Valdueza [1]

De entrada les diré que aún hoy no tengo muy claro qué es exactamente lo que tenemos en estas páginas. ¿Las memorias de un antiguo miliciano del Frente Popular llamado Fernando Lescarén? ¿Una historia que nos cuenta José Luis de Funes, basada en los apuntes sobre la vida de un amigo suyo, que éste dejó escritas antes de morir? ¿Ambas cosas?

La primera vez que leí el manuscrito, por cierto de un tirón, cosa no muy normal, me sorprendió extrañamente y la impresión inmediata fue la excelente adaptación del lenguaje del narrador al lenguaje del personaje. El dominio de este recurso por el autor hacía que su lectura me alejase de la persona del escritor conforme avanzaba páginas, para percibir que quien hablaba desde las mismas era el personaje Fernando Lescarén. Como todos ustedes ya habrán comprobado en su experiencia en cuanto lectores, los personajes literarios cuando hablan definen a quien les hace hablar, o, si quieren, hablan por boca de su autor.

Expresé a José Luis mis impresiones, sin atreverme a preguntarle directamente por la autoría del manuscrito. Y de esa conversación concluí, pero no de forma categórica, que las memorias eran reales y que prácticamente, como él mismo dice en la introducción del libro, se había limitado a ocultar algunos nombres, ajustar algunos hechos históricos, y a realizar algunas correcciones de errores mecanográficos u ortográficos.

Pero hoy no estoy seguro. Después de varias lecturas creo más bien que estamos ante una creación literaria de alcance, concebida y desarrollada por José Luis, y basada, efectivamente, en las reflexiones personales de alguien muy allegado a él, cuyos pormenores quizá algún día nos sean revelados.

En la narración subyacen algunas cuestiones importantes que el autor plantea sin llegar en ningún momento a resolver, dejando de este modo al lector libre de llegar, o no, a sus propias conclusiones.

Son algunas de estas cuestiones: la justificación o no de los hechos por la vía de los fines que persiguen; el arrepentimiento, como liberación personal, teniendo o no en cuenta las obligaciones morales derivadas de los hechos que lo originan; la fe, su utilización, a sabiendas de que es un don, y por lo tanto dado y difícilmente negociable, como almohadilla reconfortante; la amistad, que a diferencia de la justicia, se inclina, las más de las veces, a tomar partido; y la muerte, o mejor, la cercanía de la muerte, que apremia el necesario resumen de la vida, y que hace caer los velos que la encubren…

Están los hechos vividos por Fernando Lescarén enmarcados en la tragedia española de la segunda mitad de los años treinta. En el entorno especial de la lóbrega vida de los jornaleros andaluces, en la que cada día el ansiado pan se arranca con el lomo encorvado, sin más horizonte que el de conservar la vida misma. Y en esas condiciones, aderezadas debidamente, la injusticia social provoca la alentada reacción; la revancha ciega en vendaval de violencia y de muerte… Y sin embargo, ¿es ése el único camino? En esta disyuntiva, en esta historia, se mueven y se han movido ideologías, pensadores, gentes del común, sin que parezca posible ni ayer ni hoy la respuesta consensuada. Para mí, sin duda, el límite está en el respeto a la vida. ¡Vamos!, a lo de matar…

¿Es posible el arrepentimiento y al mismo tiempo la justificación de los hechos de los que uno se arrepiente? Buena cuestión, y que ahí dejo.

¿Es posible el arrepentimiento y al mismo tiempo el olvido, cuando no el menosprecio, de las víctimas de los hechos de los que uno se arrepiente? No es peor cuestión, y que también ahí dejo.

Dice Fernando Lescarén, en la página 73:

A mí, no todo lo que estábamos haciendo me parecía bien. Pero yo no iba a ser el que se opusiera a algo que, hacía mucho tiempo, habíamos estado esperando. Sentía por dentro una cierta comezón… En fin, las circunstancias eran las que se imponían, aunque yo seguía con mi malestar interior. Naturalmente me guardé bien de decirlo y demostré una alegría en parte fingida. Pensaba que estaba haciendo lo que debía pero, de todas formas, no tenía el mismo contento que los demás.

Lo que ocurría es que yo era más reflexivo. Siempre lo he sido. Pero mi actuación, no corría pareja con mis cavilaciones. Éstas andaban por un camino y mis actos por otro. Pensaba que aquello, la revolución, no era como yo había creído antes. Pero me dejaba llevar por los demás, en aquella especie de vértigo que se iba apoderando de todos. Seguramente era porque había imaginado una revolución distinta. Y la revolución era aquello, lo que estábamos haciendo y lo que yo tenía la obligación de hacer.

La diferencia entre el ateo y el agnóstico es que mientras el primero niega la existencia de Dios, por hipótesis o por convicción racional, el segundo es incapaz de responder a esa cuestión, porque entiende que lo que trascienda a la experiencia no es accesible al entendimiento de los hombres. Y esto también por hipótesis o por convicción.

Pero la realidad es que en muchos casos, y en el de Fernando Lescarén yo creo que también, el alineamiento en una de esas dos actitudes, en concreto en el ateísmo, no lo es por reflexión sino por adopción. Por adopción de las máximas que en ese sentido son transmitidas por la ideología que considera suya, de la que se siente parte incluso cuando en la práctica la abandona, y que son tan reales y tan incuestionables como las que conforman los elementos de justicia social que en ellas se reclaman, o que de ellas emanan.

De modo que, en muchos casos, –en la tropa, digamos, del proletariado y del campesinado histórico militante–, se es ateo porque se es comunista, o anarquista, o cualquier otra corriente ideológica que así lo estipule, como podía estipular lo contrario, y no porque se haya profundizado en la búsqueda de respuestas y sea ése el punto de llegada.

En algunos, esa actitud cambia con el tiempo, pero en otros no. El problema aparece con perfiles muy dolorosos cuando se acerca la muerte. Cuando la muerte no es un concepto, sino la nada de mañana mismo. ¿Y ahora qué? Cómo aborda esa cuestión Fernando Lescarén es una de las claves del libro. ¿La resuelve?

En la página 292 dice Fernando:

Hasta ahora, me he ido engañando a mí mismo. He creído siempre que tendría tiempo para resolver mi problema, pero ahora ya no es así. Estoy al borde de la muerte, sin haberme reconciliado conmigo mismo. Es decir, dividido, inquieto. Ahora me parece que he vivido soñando y que necesito despertar. Hay una realidad que nunca he considerado hasta ahora y es la de mi muerte cierta y próxima. Ya no tengo tiempo. Sólo unos meses o tal vez menos. ¿Qué hago? ¿Qué hago yo?

No es la cuestión abstracta del hombre sino la concreta de mí mismo. No es un problema de soluciones más o menos generales sino mi problema. He ido viviendo y esto no me consuela. Aunque sea lo único que hacen casi todos los hombres. Sólo unos pocos se salvan… ¿Se salvan? ¿De qué se salvan? Sigo sin saberlo, pero intuyo que se salvan de algo.

La amistad entre José Luis –autor, a veces narrador, a veces personaje–, y Fernando Lescarén, sostiene el relato, lo apuntala al principio y al final, y entre medias también.

Esa amistad a mí me ha hecho pensar mucho. He intentado calificarla, explicarla… pero sigue siendo un misterio que no aclara el autor, ni el narrador, ni el personaje. Dije antes que la amistad suele tomar partido. Pero este aserto no sé cómo aplicarlo a la amistad entre José Luis y Fernando. ¿Compasión? ¿Apostolado? ¿Afecto? ¿Un poco o un mucho de todo? Yo no lo sé. Me inclino más a resaltar la alta dosis de ejemplo que encierran las páginas del libro, y que por otro lado es lo que me hace dudar a mí.

Pero no me hagan mucho caso. Uno de mis problemas, al menos eso me dicen, es que tengo una mente cuadriculada. Estoy seguro de que ustedes, más abiertos e inteligentes que yo, encontrarán otras respuestas a estas inquietudes que vengo manifestando, y a otras que ni siquiera he llegado a adivinar.

Juan M. Martínez Valdueza

Octubre, 2009

BREVE ADENDA DE JOSÉ LUIS DE FUNES AL PRÓLOGO DE JUAN M. MARTÍNEZ VALDUEZA

Martínez Valdueza en su excelente prólogo, plantea una serie de preguntas sobre el libro que también se habrán hecho muchos lectores de la primera edición. Para responder a la pregunta fundamental que late en todo el prólogo quiero aclarar que Fernando Lescarén no es un personaje de ficción sino un hombre que vivió atormentado por su arrepentimiento y que murió sin resolver su duda vital. Sólo al final y por necesidad evidente me decidí a meter la pluma.

José Luis de Funes

[1] JUAN M. MARTÍNEZ VALDUEZA. Ingeniero de Sistemas, investigador y escritor.

Memoria de un miliciano (2ª Edición)

Autor José Luis Fernández-Flores y Funes
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Editorial AKRÓN

José Luis Fernández-Flores y Funes

José Luis Fernández-Flores y Funes

José Luis Fernández-Flores y de Funes, General de Divisón Consejero Togado. Catedrático de Derecho Internacional Público y Derecho Internacional Privado en la Universidad Complutense de Madrid. Magistrado del Tribunal Supremo.

Fundador del Centro de Derecho Internacional Humanitario de la Cruz Roja Española y Director del Instituto de Derecho Humanitario de San Remo, Italia.

Tiene publicados dos docenas de libros de Derecho Internacional y más de 150 estudios en diversas revistas nacionales y extranjeras.

Ha realizado incursiones en el ámbito de la creación literaria,  habiendo publicado poemas y cuentos en diferentes periódicos.

Éste es su primer libro al margen del Derecho.

 

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