Descripción
Prólogo de Adolfo Alonso Ares
Luis Fernández Terrón se recrea en la plenitud de la vida, para hacernos reflexionar en el mejor silencio que nos queda a los hombres. Se manifiesta con cercanía y ternura, con sencillez, porque también conoció sobradamente los paisajes que recorre y se inmiscuye en ellos con el ímpetu de quien pretende vivir la aventura en que participan sus propios personajes. Así se convierte, el autor, en actor de su propio relato, para acercar a cada uno de los lectores todo un cúmulo de circunstancias adversas y casi definitorias. La idea de su novela, el conjunto de sucesos, va desgranándose en paisajes bien conocidos para los habitantes de la tierra en que también participamos.
Explica su historia con nombres muy frecuentes entre nosotros: Daniel, Fátima, Blas o Candelas son partícipes del universo imaginado, del lugar que perdura entre la fantasía y su verdad. Eso connota una aproximación al hombre más sencillo, al que late junto a nosotros en este mundo inmenso que aún nos pertenece.
Castrillo de los Polvazares, Turienzo de los Caballeros, Canedo –ya en tierras de un Bierzo íntimo y milenario– e incluso el Camino de Santiago, se conjugan como paisajes humanizados y sutiles que dan cobijo y vida a tantos seres.
Después la enfermedad, no en vano, Luis F. Terrón, es médico y siente, sin duda, la proximidad de ese misterio que late en lo más pleno de las vidas para dejar sus huellas y sus muertes, como cauces del todo y de su nada. La tristeza por el fallecimiento de un abuelo, me suscita la necesidad por enlazar lo sencillo, lo trascendental, en un renglón que enmarca el sentimiento. Quilós, como otra cita y mensaje es otro más de los hitos que van desmenuzándose en la coyuntura de la emoción y los recuerdos.
Luis F. Terrón conoce bien El Bierzo y se nota que lo deshila con la pasión que pende de ese abismo que llamamos memoria, es la suya, sin duda, pero también la que heredó de tantos antepasados que sintieron de cerca aquel paisaje que subsiste en sus cauces y en sus ríos, para dejar la vieja historia reflejada en la mejor parcela de esta historia.
El Teleno, como referencia visual y enigmática, emerge del abismo para elevar la altura de ese grito que late en las entrañas; allí el dolor converge, con una soledad que deposita los antiguos augurios de los hombres… Pero brota la vida, la esperanza, cuando una boda que, a pesar de la cotidianeidad y del trabajo, se manifiesta como esfuerzo y resignación.
Las herencias y las despedidas para partir a tierras alejadas, pero también los reencuentros, conjugan el acontecimiento que se nutre con la mejor de todas las ficciones: son leyendas del mundo más sencillo, del que vivió en nosotros cuando amamos aquello que nos une con la tierra.
Renglones que desangran un silencio son siempre bien venidos, porque en ellos vivimos aferrados a la mejor de todas las verdades que hubiéramos narrado, al lado de la lumbre, en lejanas hogueras que alumbraron las noches de otro invierno.
Adolfo Alonso Ares
UNA VEZ MÁS, por Juan M. Martínez Valdueza
Una vez más, como en anteriores entregas, tras la lectura de las páginas que siguen no puedo evitar el hacer un alto, siquiera de algunos minutos, y reflexionar sobre cada uno de los conceptos que subyacen en lo leído y que se resisten a desaparecer al cerrar el libro. Y es en estos momentos cuando las grandes cuestiones que traen de cabeza a nuestra sociedad “hipermoderna” se reducen a poco más que nada para dar paso a las otras, a las eternas, a las que forman parte de nuestra esencia como seres humanos y que nadie tiene que explicarnos porque las conocemos de sobra ni tratar de convencernos de su existencia e importancia porque, también, lo sabemos de sobra.
Basta pues, ya, de sonrisas displicentes ante la cotidianidad del sufrimiento y de la vida sencilla de los más, así como de bobaliconas miradas entreveradas –de ignorancia– y medio perdidas ante el sofisma permanente en que el tiempo presente y sus protagonistas políticos e intelectuales asientan –o pretenden asentar– nuestras vidas.
Permítame el lector ir un poco más allá de lo que nuestra lengua española entiende por “solidaridad”, alejándome también de lo que por la misma entiende el Derecho. Y resulta que así habré llegado a lo que usted y yo entendemos por solidaridad y el porqué de adjetivar al doctor Fernández Terrón de ese modo. Y es que en este caso no se trata de “adherirse a la causa de otros” –aunque de hecho sí lo haga mediante la entrega de unos euros, muchos o pocos, que eso no depende sino de sus lectores, a organizaciones que ayudan a los más necesitados–, o de “adquirir obligaciones conjuntas” –que no parece razonable que cargue con responsabilidades pecuniarias ajenas–, no.
Es cuando pone un espejo delante de los ojos y de los corazones de sus lectores, cuando realmente empezamos a comprender el verdadero concepto de solidaridad de Fernández Terrón. Cuando sus lectores, en los que son muchos quienes en el último tramo de sus vidas ven sorprendidos el mundo que les rodea, encuentran el amparo de poder recrear sus propias vivencias y convicciones, sus ilusiones y sus desengaños, sus amores, la historia que han visto vivir y que ellos mismos han vivido. Empezamos a comprender cuando muchos de sus lectores esperan pacientemente, año tras año, una nueva entrega de sus historias.
Y una vez más, tengo la satisfacción de subirme a este carro, magnífico carro que, como los antiguos, va sobre ruedas. ¡Sobre ruedas! Sobre las mismas ruedas que acompañan al ser humano desde hace miles de años. Como el amor y como la muerte. Y como todas las cuestiones esenciales, eternas y realmente importantes. ¡Qué cosas!
Juan Manuel Martínez Valdueza
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