Descripción
Prólogo de Andrés Martínez Oria[1]
El buen médico sabe ante todo escuchar y observar, y eso requiere antes de nada silencio. Un silencio que es el inicio de la cura y el cobijo de la reflexión, de donde brota lo que pensamos y lo que escribimos. Y eso es, en último término, lo que hace la literatura, curarnos –también el médico lo necesita– al verter al exterior lo que llevamos dentro. Escribir para curarnos y curar. En eso coinciden el escritor y el médico, que deben empezar curándose a sí mismos para curar a los demás.
Una velada en la que dos antiguos amigos de la infancia en un pueblecito del norte peninsular, médico uno y profesor de filosofía el otro, cuentan su vida a un tercero, Alfonso Lago, sirve de hilo conductor para la evocación de unas andanzas, unos personajes y un mundo rural que los cambios profundos, la emigración a la ciudad y el supuesto progreso, en definitiva, han transformado de manera radical. Desde el presente, se reconstruye a través del recuerdo el tiempo de unas vidas que se han ido desarrollando en paralelo a la transformación de ese mundo que conocieron, de forma que nada, ni lo de fuera ni ellos mismos, será ya igual. Y en ese recuerdo perviven aún antiguas percepciones desaparecidas con el paso del tiempo y la promoción personal, que ha sacado a los muchachos de su medio natural. Progreso y promoción a cambio del abandono de las raíces y de todo aquello que un día configuró su mundo; pero el pasado, la vida del pueblo, pervive en el recuerdo de la paja seca, la hierba recién segada, la lana y, más que nada, el paisaje que vieron de niños, inmutable, sin duda, aunque sus ojos lo han ido viendo de forma diferente a medida que crecían y cambiaban ellos mismos. Sin embargo siempre permanecerá viva en ellos la marca indeleble de haber crecido en el seno de familias habituadas al trabajo y de sólida tradición cristiana, que sigue presidiendo todas las decisiones de su vida.
La evocación del mundo rural en un tiempo que ya se va alejando, la presencia de personas que fueron esenciales en sus vidas y el reconocimiento de todo aquello que fue configurando sus formas peculiares de enfrentarse a la existencia pone de manifiesto lo que conforma la línea medular del relato: la nobleza de sentimientos y los valores humanos que rigen la actuación de los personajes y del propio narrador, siempre animado por esa idea general de bondad y fe primitiva donde lo rural y la preocupación religiosa, la religión como centro rector de los actos, lo son todo.
La presencia de la naturaleza, la fuerza de los sentimientos y la continua floración de los recuerdos parecen ir conformando ya algunas constantes en los escritos de Luis Fernández Terrón, berciano de Lillo, estudiante en Fabero y médico de familia en la bercianísima Vega de Espinareda antes de asentarse en Astorga, donde lleva ya cerca de dos décadas.
Es evidente que en lo que aquí se cuenta hay mucho de vivencia autobiográfica, como también lo hay sin duda de la experiencia ajena y de la propia observación de la realidad, para dar materialidad a ese mundo interior que, lo hemos dicho antes, caracteriza sus relatos, por lo general, con versos intercalados. Prosas y versos nacidos del fondo humano, que hacia ahí van también dirigidos.
[1] ANDRÉS MARTÍNEZ ORIA. Escritor. Autor, entre otras obras, de Jardín perdido, Invitación a la melancolía y Tumbas licias.
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