Descripción
ACLARACIÓN, por Íñigo Castellano y Barón
Desde hace un cierto tiempo tenía una persistente intención de reflejar en pocas líneas algunas reflexiones sobre un tema que a gran parte de la humanidad inquieta y afecta muy directamente, como es la idea de la transcendencia más allá de nuestra vida mortal.
Medité mucho acerca de si merecía o no la pena reflexionar con un carácter intimista y personal sobre temas de los que carezco de toda formación teológica y religiosa, salvo la heredada de mi familia y el catecismo de Ripalda, que como no podía ser de otra manera en los tiempos en los que me tocó vivir, allá por la década de los cincuenta del pasado siglo, el catecismo nos lo aprendíamos desde la formulación de las preguntas hasta las propias respuestas. Este es todo mi bagaje que aventura que mis reflexiones carecerán por poco de cualquier rigor científico, y más tratándose de nada menos que de la sonrisa del Sumo Hacedor del Universo.
Nací en una familia religiosa como tantas otras en aquella España nacional católica, donde la religión era columna vertebral de los comportamientos ciudadanos basados en la moral pública y en los principios éticos cristianos. Cumplíamos las normas de la Iglesia sin estridencias o exageraciones y la religión católica impregnaba todos los modos y costumbres de la época. En aquel entonces lo importante era que no había entornos contrarios al espíritu reinante y por tanto la religiosidad se unía sin dificultad a las creencias más íntimas. Ciertamente en mi familia hubo un hecho en cierta manera excepcional en cuanto al entorno religioso, como fue el caso de mi abuela materna que tras quedar viuda muy joven, ingresó como carmelita descalza en el Convento de la Encarnación en Ávila, donde permaneció hasta su muerte veinticinco años después. Aunque este hecho no supuso una especial incidencia espiritual directa en nuestra familia, o al menos para mí o mis hermanos. Otro aspecto relevante fue el proceso de beatificación y posterior canonización de un primo hermano de mi madre, directamente influenciado por mi abuelo Polín que le introdujo en la Trapa donde ingresó y murió a los pocos años subiendo a los altares como San Rafael Arnáiz y Barón. Igualmente, tampoco esto transcendió espiritualmente a mi generación, al menos así pienso yo, de manera que cambiara los sentimientos religiosos que cada uno por entonces pudiéramos tener, exceptuando quizás a mi madre y tíos que muy de cerca vivieron el proceso de su canonización y a cuyo primo trataron desde muy pequeños.
En definitiva mis inquietudes religiosas como fundamentalmente mis opiniones acerca de las creencias espirituales fueron forjándose en el tiempo, entre grandes lapsus espirituales y prolongados vacíos que una vida fácil, divertida y frívola pueden provocar. Siempre he creído en Dios, quizás con la fe del carbonero, es decir, la del niño que nada se cuestiona o a lo más pregunta, aceptando cualquier respuesta. La Figura de Dios ha estado siempre presente en mi vida, aunque mi religiosidad ha dejado mucho que desear y queda todavía bastante más por recorrer. Con los años, la moderación que la edad impone, además de otras particulares y personales situaciones vividas casualmente en Medjugorje (Bosnia) y en el «Camino de Emaús» me han llevado a mostrar mis actuales verdades y creencias a modo de testimonio al que creo me debo, aunque no sea más que como agradecimiento al beneficio espiritual obtenido al hacerme pensar que Dios nos sonríe, incluso cuando no hacemos las cosas que en un momento determinado se espera de nosotros. Estoy convencido de que Dios a través del Espíritu Santo interviene en nuestras vidas en uno u otro momento de ella y de alguna manera la determina, como a mí me sucedió.
En las siguientes líneas podré cometer muchos errores de apreciaciones, de rigor conceptual, de orientación e incluso un excesivo optimismo respecto a nuestra salvación eterna, pero imaginando la sonrisa de Dios sobre la que más adelante comentaré, estoy seguro de que se sabrá perdonar mi heterodoxia por abrir una ventana a la prometida esperanza de salvación que se nos dio desde el mismo momento de nuestra creación, y que para un cristiano es una de las virtudes teologales.
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