Descripción
Nota de la editora
La tercera entrega de “Tres voces, tres mundos” marca ya un hito de continuidad del que los editores nos sentimos muy satisfechos, fieles a un proyecto con vocación de tradición, con dos objetivos: el primero dar continuidad a un género minoritario como la poesía y, el segundo, poner en primer plano la obra de autores fuera de cualquier contexto condicionador y de una calidad fuera también de cualquier duda.
Nuestra bienvenida en esta tercera entrega a Charo Acera Rojo, a Agustín Alonso Biscayar y a Felipe J. Piñeiro, que llegan a este proyecto de la mano de Juanmaría G. Campal, de Fernando Álvarez Balbuena y de Juan Manuel Martínez Valdueza respectivamente, los tres protagonistas de «Tres voces, tres mundos» en su primera entrega del año 2014 y rectores literarios de este proyecto.
Catalina Seco
La voz de un amigo, por Juan M. Martínez Valdueza
Tengo el privilegio y la satisfacción de introducir a un poeta vocacional, tal es Felipe J. Piñeiro, en un marco tan especial para mí como lo es “Tres voces, tres mundos”. Y puedo asegurarles que no está aquí por ser mi amigo. Créanme aunque les cueste.
Así que aprovecharé este momento difícilmente repetible para centrarme, no solo en su poesía, sino en las cualidades de este gran hombre, que aún hoy navega en ese viaje existencial que todos hemos de hacer y en el que algunos hemos de morir sin remedio. Eso sí, con su poesía de fondo.
¿Poeta vocacional? ¿Es posible tener vocación de poeta? Son preguntas difíciles pero que creo poder contestar después de muchos años por este mundo lleno de “poetas”, que parece mentira que frente a ellos haya tan pocos amantes de la poesía. ¡Siquiera por piedad debería haber al menos un lector por cada poeta! (Y no puedo por menos que acordarme ahora de otro poeta vocacional, también leonés: César Aller, porque habiendo tan pocos justo es que los demás los recordemos. Ellos son la poesía).
Felipe traspasa el papel y aparece tras el canto de la alondra, Cristalino el silbido de la alondra, (paradoja de nombre el de la alondra, tan rotundo –a-londra– y sin embargo dando nombre a un pajarillo menudo que confunde su presencia con la tierra) presentando su canto con alma de barítono y enlazando su trino con la vida. El poeta queda acunado en su trino. Y su canto comienza el recorrido en cuatro (quattuor) estaciones no de via crucis sino de vida que nace, vive, se precipita y cae sin que el caer signifique el fin sino el comienzo de una nueva vida. Aunque el poeta se empeñe (Último aliento) en remachar el clavo (que recorría por última vez / de forma voraz mi cuerpo), yo sé que lo que digo es cierto.
Felipe tiene en su mirada el poso de la vida eterna, la que asoma cada día antes de que el sol brille y que cada día el sol al brillar esconde, esa vida que al asomar un instante atrapa en su poesía y nos muestra, mirada convertida ya en palabras, perplejo y nebuloso, forzando al lector a ser metáfora. Y nadie lo diría siendo él, Felipe, tan próximo.
Bienvenidos al mundo de Felipe J. Piñeiro, que no es otro que el nuestro pero con su mirada atenta anhelante de locura, la misma que canta con nostalgia y que por eso anhela: Y llegaron los cuerdos / cuyos lamentos / aposentan lo extraño, / hacen cuadrados / en las huellas del círculo /y extinguen las locuras, / esas que más de un día / nos hicieron soñar.
Anhelo de locura. Perplejidad ante el paso del tiempo desde la juventud vivida, que no desde la decadencia inevitable –que por eso ha de llegar– pero aún lejana. Son claves para el lector de este poemario severo, que no oscuro, aunque el poeta lo intente –no lo sé cierto, como es natural– sin conseguirlo…
Juan Manuel Martínez Valdueza
Agustín Alonso Biscayar, por Fernando Álvarez Balbuena
El extenso currículum de este extraordinario poeta, habla por sí solo de su enorme capacidad de trabajo y de la pasión que siente por la poesía.
Participante habitual en tertulias literarias y poéticas, es un verdadero placer escucharle, leer sus creaciones literarias y aprender de su impecable forma en el decir, así como a admirar la profundidad de su pensamiento, que no solamente estimula a gozar de su forma y estilo, sino que anima a compenetrarse con la subyacente elegancia espiritual de sus poesías.
En la poesía de Agustín hay una brisa de frescura y de originalidad que gana al lector, identificándole inmediatamente con el espíritu y el sentimiento del poeta, de manera que así consigue, sin que aparentemente se lo proponga, esa inmersión gratificante del lector en la forma y en el fondo del poema.
No hay en él esa artificiosidad que es tan frecuente en algunos poetas modernos, y que precisamente por preocuparse en exceso de la forma, abandonan la belleza de las sensaciones percibidas en la vida cotidiana y que tratan de transformarla en poesía de manera forzada y con recursos retóricos que fatigan y acaban por distraer la atención del lector.
La poesía de Agustín es todo lo contrario. Expresa, cómo no, sentimientos y sensaciones del vivir diario, pero no rebusca situaciones forzadas ni se esfuerza en encontrar metáforas de difícil o contradictoria intención, que buscan una originalidad artificial en detrimento de la profundidad de los sentimientos y de las cosas de la vida que encontramos a diario a nuestro alrededor.
Pero todo ello lo hace Agustín con una innata elegancia, sin artificios ni, menos aún, rebuscando en la retórica literaria expresiones que traten de construir una belleza artificial. Nada de eso, la belleza de su poesía radica precisamente en su difícil sencillez, en su dejarse ir por un mundo cercano y comprensible, del que sabe extraer con evidente maestría, toda la belleza que se oculta en las cosas más cercanas del diario vivir.
El amor, como no puede ser de otra manera, es protagonista de sus poemas y el dolor y la alegría que alternativamente el mismo proporciona, están tratados con tan sutil delicadeza que muchas veces hace que la felicidad nos eleve a mundos de belleza y de serenidad. Por contra, cuando es el sufrimiento quien vence a la esencia del amor, Agustín sabe paliar el dolor, transformándole, si no en gozo, cosa por otra parte imposible, sí en plácida resignación por el simple hecho de captar su profundo sentido. Pero jamás deja en nuestro ánimo un sentimiento de frustración, aunque algunas veces también produzca una sutil e inevitable tristeza, eso sí, teñida de ternura.
Agustín crea sus versos prescindiendo de metro y de rima, pero no necesita de ellos, porque sabe suplir ambas exigencias magistralmente con un ritmo y una cadencia que hacen de su verso una excelente forma, adornada además, como vengo reiterando, de una profundidad de pensamiento que transporta al lector amante de la poesía a un estadio superior de belleza y de gozo muy difíciles de encontrar frecuentemente.
Fernando Álvarez Balbuena
Viaje por el dolor a la alegría, por Juanmaría G. Campal
Ignoro si fue su fonética acústica o mi fonética auditiva o perceptiva quien, ante mi escucha de las lecturas públicas de Charo Acera, me susurró del contenido catártico de su escritura. Su voz, afirmada en los primeros versos, se duele casi hasta el silencio según avanza hacia la llaga del poema y vuelve a clarear a tenor que se acerca al alivio que representa el decir, publicar en el aire, aquello que ya fue bálsamo al escribirlo a solas.
Se convirtió el susurro en certeza cuando fui descubriendo, en la virtualidad, la de algunos poemas de Marzo y Mujer. De ahí mi petición de lectura de lo que hoy y aquí se presenta reunido para una más amplia degustada lectura. De ahí y de sentirme llevado al término de la misma a tan humano y catártico poema como es Alegría de José Hierro: Llegué por el dolor a la alegría./ Supe por el dolor que el alma existe./ Por el dolor, allá en mi reino triste,/ un misterioso sol amanecía.
Aunque en voz personal, si no íntima, Marzo y Mujer viene además a ser una caminada, paseada reflexión —Era la alegría la mañana fría/ y el viento loco y cálido que embiste./ (Alma que verdes primaveras viste/ maravillosamente se rompía.), continúa José Hierro su poema— acerca de la muy difícil y dura lucha que las mujeres libran cotidianamente en el mundo; un intento de conjurar los demonios que representan los otros seres y pugnas que las rodean. Porque esa voz que recorre cada uno de sus versos, bien podría ser la voz de todas las mujeres que enfrentan la vida y que sufren, protestan, reclaman y sueñan, es justamente la que puede seducir al lector. Más que el manejo del lenguaje, que en el libro deja de ser lenguaje simplemente lírico, signos que nos trasladan a otros signos, para, convirtiéndose en un arte que oculta el arte, lograr ser más explícito en su mensaje, para hacerse poesía viva, esto es, en un pasado dispuesto a ser —en este caso lamentablemente— presente siempre en su significado.
Mas, cómo no, y esto ya tan sólo referido a la autora, he de señalar que este poemario es muestra de su valentía para afrontar su soledad —Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más sólo, escribió la poeta uruguaya Idea Vilariño— y su desasosiego —Amor empieza por desasosiego, dejó escrito y tituló la poeta y sor mejicana Juana Inés de la Cruz—, sus íntimas zozobras con la libertadora catarsis de la poesía. De este modo, no dudo que Charo, en más de un momento, llegase, quizás sin conciencia de ello, a experimentar lo sentido y expresado por José Hierro en la tercera estrofa de Alegría: Así la siento más. Al cielo apunto/ y me responde cuando le pregunto/ con dolor tras dolor para mi herida.
Estamos pues ante un poemario que, ante el pasado y el presente, es búsqueda que contempla la realidad que se desboca frente a los ojos de la autora, Charo, que también ve y se duele de las trampas y telarañas que ésta le tiende a su paso; que es viaje en la barca de la existencia, mar adentro; pudiese parecer que sin rumbo, sin control, pero en el que la autora, la timonel Charo Acera, a través de embates y envites, se va preguntando constantemente ¿quién es?, ¿qué quiere?, ¿hacia dónde va?, y en el que, aún a pesar de la presencia continua de tales preguntas en la existencia de todos nosotros, de alguna manera llega o cierra con renovada vitalidad, toda vez que en varios de ellos viene a casi confesar, siguiendo de la mano de José Hierro, que la catarsis comienza a dar sus frutos con esa fortaleza o esperanza que da el poema Alegría cuando cierra con: Y mientras se ilumina mi cabeza/ ruego por el que he sido en la tristeza/ a las divinidades de la vida.
Ríase y fume y tosa don José Hierro en el Parnaso y hagamos nosotros —sin duda, algunos también tosiendo y fumando— más llevadero el viaje por el dolor a la alegría con la demorada y degustada lectura de este Marzo y Mujer.
En León, en el esperanzado febrero de 2016
Juanmaría G. Campal
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